Mario
Benedetti "Pacto de sangre"
A esta altura ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me llaman
abuelo. Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y cuatro
años, qué más puede pedir. No pido nada. Fui y sigo siendo
orgulloso. Sin embargo, hace ya algunos años que me he acostumbrado a
estar en la mecedora o en la cama.
No hablo. Los demás creen que no puedo hablar, incluso el
médico lo cree. Pero yo puedo hablar. Hablo por la noche, monologo,
naturalmente que en voz muy baja, para que no me oigan. Hablo nada más
que para asegurarme de que puedo. Total, ¿para qué? ¿Con
quién voy a hablar? Me consta que para mi hija y para mi yerno soy un
peso muerto. No diré que no me quieren, pero tal vez sea de la manera
como se puede querer a un mueble de anticuario o a un reloj de cuco o (en estos
tiempos) a un horno de misar. No digo que eso sea injusto. Sólo quiero
que me dejen pensar.
Viene mi hija por la mañana temprano y no me dice qué tal
papá sino qué tal abuelo, como si no proviniera de mi
prehistórico espermatozoide. Viene mi yerno al mediodía y dice
qué tal abuelo. En él no es una errata sino una muestra de
afecto, que aprecio como corresponde, ya que él procede de otro
espermatozoide, italiano tal vez puesto que se llama Aldo Cagnoli. Qué
bien, me acordé del nombre completo. A una y a otro les respondo siempre
con una sonrisa, un cabeceo conformista y una mirada, lacrimosa como de
costumbre, pero inteligente. Esto me lo estoy diciendo a mí mismo, de
modo que no es vanidad ni presunción ni coquetería senil, algo
que hoy se lleva mucho. Digo inteligente, sencillamente porque es así.
También tengo la impresión de que ellos agradecen al
Señor de que yo no pueda hablar (eso se creen). Imagino que se imaginan:
cuánta cháchara de viejo nos estamos ahorrando. Y sin embargo,
bien que se lo pierden. Porque sé que podría narrarles cosas interesantes,
recuerdos que son historia. Qué saben ellos de las dos guerras
mundiales, de los primeros Ford a bigote, de los olímpicos de Colombes,
de la muerte de Batlle y Ordóñez, de la despedida a Rodó
cuando se fue a Italia, de los festejos cuando el Centenario. Como esto lo
converso sólo conmigo, no tengo por qué respetar el orden
cronológico, menos mal. Qué saben, ¿eh? Sólo una
noticia, o una nota al pie de página, o una mención en la
perorata de un político. Nada más. Pero el ambiente, la gente en
las calles, la tristeza o el regocijo en los rostros, el sol o la lluvia sobre
las multitudes, el techo de paraguas en la Plaza Cagancha cuando Uruguay le
ganó tres a dos a Italia en las semifinales de Amsterdam y el relato del
partido no venía como ahora por satélite sino por telegramas
(Carga uruguaya; Italia cede córner; los italianos presionan sobre la
valla defendida por Mazali; Scarone tira desviado, etc.) Nada saben y se lo
pierden.
Cuando mi hija viene y me dice qué tal abuelo, yo debería
decirle te acordás de cuando venías a llorar en mis rodillas
porque el hijo del vecino te había dicho che negrita y vos creías
que era un insulto ya que te sabías blanca, y yo te explicaba que el
hijo del vecino te decía eso porque tenías el pelo oscuro, pero
que además, de haber sido negrita, eso no habría significado nada
vergonzoso porque los negros, salvo en su piel, son iguales a nosotros y pueden
ser tan buenos o tan malos como los blanquísimos. Y vos dejabas de
llorar en mis rodillas (los pantalones quedaban mojados, pero yo te
decía no te preocupes, m'hijita, las lágrimas no manchan) y
salías de nuevo a jugar con los otros niños y al hijo del vecino
lo sumías en un desconcierto vitalicio cuando le decías, con todo
el desprecio de tus siete años: che blanquito. Podría recordarte
eso, pero para qué. Tal vez dirías, ay abuelo, con qué
pavadas me venís ahora, a lo mejor no lo decías, pero no quiero
arriesgarme a ese bochorno. No son pavadas, Teresita (te llamas como tu madre,
se ve que la imaginación no nos sobraba), yo te enseñé
algunas cosas y tu madre también. Pero por qué cuando
hablás de ella decías, entonces vivía mamá, y a
mí en cambio me preguntás qué tal, abuelo. A lo mejor, si
me hubiera muerto antes que ella, hoy dirías, cuando vivía
papá. La cosa es que, para bien o para mal, papá vive, no habla
pero piensa, no habla pero siente.
El único que con todo derecho me dice abuelo es, por supuesto, mi
nieto, que se llama Octavio como yo (al parecer, tampoco a mi hija y a mi yerno
les sobraba imaginación). Ahí está la clave. Cuando le
digo Octavio. Le digo. Porque con mi nieto es con el único ser humano
con el que hablo, además de conmigo mismo, claro. Esto empezó
hace un año, cuando Octavio tenía siete. Una vez yo estaba con
los ojos cerrados y, creyéndome solo, dije en voz no muy alta pero
audible, carajo, me duele el riñón. Pero no estaba solo. Sin que
yo lo advirtiera había entrado mi nieto. Pero abuelo, estás
hablando, dijo con un asombro alegre que me conmovió. Le pregunté
si había alguien en la casa y como dijo que no, que no había
nadie, le propuse un convenio. Por un lado él mantenía el secreto
de que yo podía hablar, y por otro, yo le contaría cuentos que
nadie sabía. Está bien, dijo, pero tenemos que sellarlo con
sangre. Salió y volvió casi enseguida con una hoja de afeitar, un
frasco de alcohol y un paquete de algodón. Se las arregla muy bien y
además conoce esos trámites desde que le dieron toda una serie de
inyecciones con una vacuna contra la alergia. Con toda tranquilidad me hizo un
tajito minúsculo y él se hizo otro, ambos en las muñecas,
suficientes como para que salieran unas gotas de sangre, luego juntamos
nuestras heridas mínimas y nos abrazamos. Octavio humedeció el
algodón con un poco de alcohol, lo apoyó en ambas señales
secretas hasta que no salió más sangre y salió corriendo a
dejar todo su instrumental en el botiquín. Desde entonces, y siempre que
quedamos solos en casa, algo que ocurre con frecuencia, él viene a que,
en cumplimiento del pacto, le cuente cuentos desconocidos, inéditos.
Cuando salen mi hija y mi yerno, le dicen a ver si cuidás al abuelo, y
él responde que sí, con un gestito de fastidio para disimular,
pero enseguida me hace un guiño cómplice, y no bien se escucha el
portazo que garantiza nuestra intimidad, trae una silla, la coloca junto a mi
mecedora o a mi cama y se queda a la espera de mis cuentos, que, como exigencia
irrenunciable de nuestro pacto de sangre, deben ser totalmente nuevos. Y
ahí viene mi problema, porque buena parte del día me la paso con
los ojos cerrados, como si durmiera, pero en realidad pergeñando el
próximo cuento y cuidando hasta los mínimos detalles, ya que si
en un cuento anterior el zorro se había lastimado una pata en una trampa
y ahora anda corriendo en busca de gallinas, Octavio de inmediato me hace notar
que aún no tuvo tiempo de curarse y entonces debo improvisar una fe de
erratas oral y donde dije corre debe decir renquea. Y si el viejo brujo de la
montaña se había quedado calvo por el esfuerzo de azotar
diariamente a los gnomos del bosque y en un cuento posterior se peinaba
mirándose en la laguna, Octavio enseguida observa, pero cómo,
¿no era calvo? Y ahí puedo salir un poco mejor del atolladero, ya
que el brujo, por el mero hecho de ser brujo, puede, mediante un ensalmo,
recuperar el pelo. Y el nieto pregunta si se da el caso que él quede
pelado, también podrá recuperar el pelo. Vos no, lo
desengaño, porque no sos ni serás brujo. Y él dice
qué lástima y tiene un poco de razón, porque si yo hubiera
sido brujo también me habría hecho crecer el pelo que
perdí sin remedio antes de los cincuenta.
No soy yo el único que narra, también él me cuenta lo
que ocurre en el colegio, en la calle, en la televisión, en el estadio.
Es hincha de Danubio y se asombra de que yo sea de Wanderers. Trato de hacer
proselitismo, pero evidentemente no hay nadie capaz de convertirlo en
tránsfuga. Entonces le cuento viejos partidos o jugadas célebres,
como cuando Piendibeni le hizo el célebre gol al divino Zamora, o cuando
el manco Castro usaba con alevosía su muñón en el
área penal, o cuando el flaco García mantuvo invicta su valla
(claro que los backs eran nada menos que Nazassi y Domingos da Guía)
durante una rueda y media, o cuando Ghiggia hizo el gol de la victoria en
Maracaná, o cuando o cuando o cuando, y él me escucha como a un
oráculo y yo pienso qué suerte todavía puedo hablar para
crear este asombro suyo y este placer mío.
La verdad es que no recuerdo cómo eran mis hijos cuando
tenían la edad que hoy tiene Octavio. El mayor murió.
¿Cuánto hace que murió Simón? Fue después de
lo de Teresa. Al fin y al cabo ¿qué importa la fecha?
Murió y se acabó. No tuvo hijos, creo, ¿o los habré
olvidado? Nunca estoy seguro de mis lagunas, que a veces son océanos. El
segundo, Braulio, sí los tuvo, pero todos están en Denver,
¿qué habrá ido a hacer allí? La verdad es que no
recuerdo. A veces manda fotos, tomadas con su encantadora Polaroid, o alguna
postal, con un abrazo para el Viejo. Soy yo. Él no me dice abuelo, me
dice Viejo. Me cago en la diferencia. Reconozco que una vez me mandó una
radio a transistores. Todavía la tengo y a veces la oigo. Pero a menudo
se queda sin pilas y tendría que pedirlas. Pero no pido nada. Nunca pido
nada. Reconozco que soy un orgulloso de mierda, pero a esta altura no voy a
reeducarme, ¿no es cierto? Total, el que me jodo soy yo, porque si la
radio tuviera simples pilas, podría escuchar alguno que otro partido, no
muchos porque los locutores en general me cansan con su entusiasmo fingido y
sus fallas de sintaxis. También podría escuchar el Sodre cuando
pasan música clásica, que es la única que digiero. La
alegría que tuve aquella tarde en que pude escuchar el Septimino. Lo
tenía en disco, hace tiempo, vaya a saber dónde está.
Quizá lo de las pilas podría solucionarse, sin mengua de mi
podrido orgullo, diciéndoselo a mi nieto, para que éste, en
cumplimiento de nuestro pacto de sangre y guardando siempre nuestro secreto, le
dijera a mi hija, mirá la radio del abuelo, está sin pilas, y
entonces lo mandaran a la ferretería de la esquina para que me las
trajera. Con eso alcanza. Yo las sé colocar, aunque a veces las pongo al
revés y la radio no funciona. En alguna ocasión me ha llevado un
buen cuarto de hora hallar la posición adecuada para las cuatro de 1,5
voltios, pero igual me sirve para entretenerme un poco. ¿Qué
más puedo hacer? Leer, ya no puedo. Televisión, tampoco. Pero
escuchar la radio o cambiarle las pilas, sí. Mi tercer hijo se llama
Diego y está en Europa, enseña en Zurich, me parece, sabe alemán
y todo. Tiene dos hijas que también saben alemán, pero en cambio
no saben español. Qué cagada, ¿verdad? Diego es menos
escribidor que Braulio, y eso que su especialidad es la literatura, pero,
naturalmente, la literatura suiza. Para las navidades manda también su
tarjeta, en la que las niñas ponen sus saludos pero en alemán. Yo
no sé alemán, apenas un poco de inglés para defenderme en
correspondencia comercial, de la que yo mismo me encargaba cuando era gerente
de La Mercantil del Sur, Importaciones y Exportaciones. Digamos, frasecitas
como "I acknowledge receipt of your kind letter", o "Very truly
yours", lo suficiente para que los de allá puedan contestar
"Dear sirs", o "Gentlemen". También ese hijo menor a
veces me manda algún regalito, verbigracia un llavero suizo de 18
quilates. En esa ocasión sonreí, como diciendo qué lindo,
pero en realidad pensando qué boludo, para qué quiero yo un
llavero de oro 18, si estoy aquí semipostrado.
De modo que mis contactos con el mundo se reducen a mi hija, cuando entra y
me dice qué tal abuelo, a mi yerno cuando ídem, de vez en cuando
al médico y al enfermero. Bueno, y sobre todo, está mi nieto, que
creo es lo único que me mantiene vivo. Es decir, me mantenía.
Porque ayer por la mañana vino y me besó y me dijo abuelo, me voy
por quince días a Denver con el tío Braulio, ya que saqué
buenas notas y me gané estas vacaciones. Yo no podía hablar (y no
sé si hubiera podido, porque tenía un nudo en la garganta) ya que
también estaban en la habitación mi hija y mi yerno y ni yo ni mi
nieto íbamos a violar nuestro pacto de sangre. Así que le
devolví el beso, le apreté la mano, puse un instante mi
muñeca junto a la suya como testimonio de lo que ambos sabíamos,
y sé que él entendió perfectamente cuánto lo iba a
extrañar ya que no iba a tener a quién contarle cuentos
inéditos. Y se fueron. Pero tres o cuatro horas más tarde
volvió a entrar Aldo, y me dijo mire, abuelo, que Octavio no se fue por
quince días sino por un año y tal vez más, queremos que se
eduque en los Estados Unidos, así aprende desde niño el idioma y
tendrá una formación que va a servirle de mucho. Él no se
lo dijo porque tampoco lo sabía. No queríamos que empezara a
llorar, porque él lo quiere mucho, abuelo, siempre me lo dice, y yo
sé que usted también lo quiere, ¿no es así? Se lo
vamos a decir por carta, aunque mi cuñado lo va a ir preparando. Ah, y
otra cosa. Cuando ya se había despedido de nosotros, volvió
atrás y me dijo, dale un beso al abuelo y que sepa que estoy cumpliendo
nuestro pacto. Y salió corriendo. ¿Qué pacto es ese,
abuelo? Cerré los ojos por pudor, aunque como siempre lagrimeo, nadie
sabe nunca cuándo son lágrimas de veras, e hice un gesto con la
mano como diciendo: cosas de niños. Él se quedó tranquilo
y me abandonó, me dejó a solas con mi abandono, porque ahora
sí que no tengo a nadie, y tampoco a nadie con quién hablar. Me
tomó de sorpresa todo esto. Pero quizá sea lo mejor. Porque ahora
sí tengo ganas de morir. Como corresponde a un despojo de ochenta y
cuatro años. A mi edad no es bueno tener ganas de vivir, porque la
muerte viene de todos modos y a uno lo toma de sorpresa. A mí no. Ahora
tengo ganas de irme, llevándome todo ese mundo que tengo en mi cabeza y
los diez o doce cuentos que ya tenía preparados para Octavio, mi nieto.
No voy a suicidarme (¿con qué?), pero no hay nada más
seguro que querer morir. Eso siempre lo supe. Uno muere cuando realmente quiere
morir. Será mañana o pasado. No mucho más. Nadie lo
sabrá. Ni el médico (¿acaso se dio cuenta alguna vez de
que yo podía hablar?) ni el enfermero ni Teresita ni Aldo. Sólo
se darán cuenta cuando falten cinco minutos. A lo mejor Teresita dice
entonces papá, pero ya será tarde. Y yo en cambio no diré
chau, apenas adiosito con la última mirada. No diré ni chau, para
que alguna vez se entere Octavio, mi nieto, de que ni siquiera en ese instante
peliagudo violé nuestro pacto de sangre. Y me iré con mis cuentos
a otra parte. O a ninguna.